Y alejándome sin oír el mar, pero manteniendo su conversación desde la distancia, me adentré en busca de otro mar, pero no pude verlo: su alta y frondosa cordillera cantábrica me impidió percibir su olor, sentir su aroma. Pero contento porque estuve cerca de donde durante mas de catorce años todos los veranos me acercaba, a Álava-Vitoria, donde cada mañana acompañados por unos monjes cartujos fosores me recordaban que allí yacía a quien yo en mi puñetera vida había conocido. Recuerdo a papá, a mamá, a mi hermana, algunas veces a alguna tía, mi tía Maria, mi tía Carmen, algún primo-Finito-y delante de nosotros 6 monjes de hábito marrón claro cantando una letanía que terminaba diciendo algo así como: “hermanos morid habemus”. Y así llegábamos a la tumba donde descansaba mi abuelo Papapaco y aún deletreo las palabras esas de que “aquí yace D. Francisco López del Castillo”. Y un montón de cosas mas… oraciones seguramente sacadas de Pio XII, en el mejor de los casos. Yo jugaba con el píe meciendo unas cadenas oxidadas. Después de tan macabro ritual nos esperaba una misa en la Basílica de la Virgen Blanca. Y como en ayunas estábamos, nos esperaba un desayuno en el recién estrenado Hotel Álava.
Bueno, estos son los recuerdos que me vinieron a la mente cuando me adentré en esa tierra de Gasteiz, recuerdos que inmediatamente fueron confinados a un pequeño rincón por ese buen vino que nace protegido y encunado en la Rioja alavesa. Como todo tiene su presente y su pasado, su soledad y su compañía. Un viaje que si bien me hubiese gustado gozarlo en una mayor compañía pero que finalmente por motivos distintos estuvimos quienes fuimos. Un buen vino, una buena tapa y una buena compañía hacen amante de La Rioja a cualquier hijo o hija de vecino o de vecina. Porque si bien es cierto, en cuestión de amantes, el vino lo cura todo.
Y así, entre una cueva familiar, la de los San Pedro, y una magna bodega, la de Calatrava, el pasado y el presente se unen con ese color otoñal que brinda una cepa recién escarnada, recién hurtados su fruto para ser convertidos en deleite de paladar, el cual distingue, aunque la copa “se envine” con un vino cosechero, de crianza o de reserva, yo he decido no despreciar el cosechero, ni tampoco el crianza, pero los años me vuelven amigo del reserva. Como todo en esta vida, con moderación y con cautela.
No puedo acabar estas conversaciones con mi mar sino pienso en quien organizó, al menos por nuestra parte, dicha visita, en mi amiga Flor, que como en tantas otras ocasiones mostró su exquisita amistad.