Orgullo de genealogía

La abuela dormitaba y recordaba en su sillón del mirador que daba a la plaza. Recordaba que un día como hoy, Jueves Santo, falleció su hijo Roberto. Sentía el dolor de una madre que ve partir a su pequeño niño. Un dolor que luego se repetiría y que nunca supo reprimir.

Nostálgica, recordaba otros Jueves Santo acompañada de su hermana Nieves, tocadas ambas de mantilla y teja, acudiendo a los oficios. Visitaban Iglesias, y cómo no, entre ellas, la Capilla de la Sangre.

Nos decía, cogiéndonos de la mano, cuantos años hemos salido juntos. Papá nunca quiso. Él era más de adoración nocturna, de trabajo y de entrega. En sí, siempre recordaba que una hora de trabajo es una hora de oración. E incluso, su frase más preciada era que su trabajo, día a día, fue haciéndose una vocación.

Conmemoraba de forma anecdótica que una de las razones que llevaron a sus suegros a vivir a Castellón fue la cercanía al Hospital de La Malvarrosa, donde trataron a su marido, y la otra, que había oído hablar del Cristo de la Sangre, a quien acudían todos los días para rezar por su recuperación, hasta que comenzó a andar días antes de la Semana Santa. Y al primer sitio que quiso ir con su andador, después de estar prostrado más de cinco años en una camilla, fue a la Capilla de la Sangre. Siempre apuntaba: “desde entonces, tu abuela Victoria -llamada por muchos La Capitana- recogía a todos los niños de la Plaza del Rey, donde vivían, les daba cajas de madera y palo, y se los hacía romper por la calle con sonidos de alegría y júbilo por ser el Sábado de Gloria”. Sería el año 1934, cuando mis abuelos se hicieron de la Cofradía.

El primer recuerdo que yo tengo de la Capilla es meses después de tomar la Primera Comunión, cercano al año 66 del siglo pasado, cuando mi madre me llevó a la Iglesia de la Sangre. Yo recordaba Santa María, pues todos los días antes de ir al colegio, la Tata nos llevaba allí a misa. Nunca recordaba haber ido a la Sangre. En la Capilla, mi madre nos explicaba el valor religioso y artístico que tenía el Cristo Yacente. Nos hacía fijarnos a mi hermana y a mí en que no era un Cristo muerto, sino que era un Cristo que empezaba a vivir de nuevo. Que su expresión mostraba que estaba cogiendo aire para volver a vivir. Por aquel entonces, la Comunión se tomaba sin Catecismo ni mucha preparación. Era por ello que mamá nos contaba e iba explicando durante años muchos los significados que hoy los niños conocen antes de su Primera Comunión.

  • “Ya son las cinco de la tarde. Paco, ayúdame a ponerme la mantilla. Recuerda que me la tienes que sujetar bien, que la teja es primordial, y que vamos a misa, no a los toros”, decía mamá.
  • “Se empiezan a llevar las medallas de la Cofradía con lazos de colores. Te he comprado uno. Es el rojo, Mamá”, le comentaba con cariño.
  • “Yo no voy a ponerme ningún lazo de ningún color. Mi madre, María Peña –Fogasa-, fue de los Labradores. Mi padre, Roberto Segarra, de los Industriales. Todos eran de soca. Y mis suegros, los López del Castillo y tu padre, serían ahora de los que llevan el lazo rojo. Pero siempre nos hemos considerado Cofrades de la Sangre. Que todos éramos del Cristo Yacente. Es quien nos une. Y ahora de nuevo, después de muchos años de silencio, volvemos a salir a las calles, mientras muchas personas están en las playas o de vacaciones e incluso avergonzados de su fe, salgo y te acompaño. Pero yo voy a salir sin lazo porque la oración no tiene color. Mira, salgo con mantilla y teja, aunque la Orden Tercera a la que pertenezco salen únicamente con su cordón y su escapulario”, explicaba.

Y me recordaba, y lo hizo hasta su último aliento, que ella tenía que ser enterrada con su cordón y su escapulario.

Pasaron muchos años y seguía procesionando cada Viernes Santo. Siempre indicaba: “ya es la última vez”. Sin embargo, ese momento solo llegó cuando por fin vio a tres generaciones con orgullo de genealogía: ella, su hijo y sus nietos. Vio como le ponían la teja a Carolina y estrenar la ‘vesta’ de Diego. También de otros nietos. Su hija María José la acompañó un año.

La abuela nos contaba -a Diego, Carolina y a mí- cómo eran las Semanas Santas, qué significaban y que en esta vida se podía compaginar todo. La abuela aquel año ya no salió. Al pasar el Casino Antiguo, subimos la mirada hacia el balcón de la Plaza de la Paz para encontrarnos con ella, que esperaba paciente vernos pasar y arrodillarse, como siempre había hecho, ante el paso del Santo Sepulcro.

Y como la luna llena de Semana Santa, siempre la veremos esperando a vernos pasar. Y este Viernes Santo del año 2023, se sentirá orgullosa deseando vislumbrar el paso con todos sus bisnietos.

Familia López-Segarra de Mingo

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