MAESTRO DE MAESTROS, DOMENICO THEOTOCOPULI.

A veces no descubrimos facetas en las personas hasta que desaparecen de nuestras vidas. Otras, simples exposiciones o conferencias te hacen sentir dimensiones distintas.
El pasado 24 de junio, entre reunión y reunión, dediqué un breve tiempo a ver la obra de “El Greco y la Pintura Moderna”. Su primera recopilación de cuadros en el Museo del Prado fue en 1902 y desde entonces se han venido sucediendo muchas, mas como ésta, diría que ninguna.
Siempre me enseñaron que las personas son lo que leen. Tal vez sea el caso del Greco, que aún abundando en su obra una religiosidad imperante, tan solo en su biblioteca conservó siete libros religiosos. Para contrastar, atesoró casi una centena de artes, oficios y tratados. Quienes nos hemos adentrado en su vida podemos considerarlo como un pintor laico. Sabemos que fue perseguido, juzgado y marginado.
En esta exposición, a la que me atrevería a bautizar con el nombre de “Maestro de maestros”, pude comprobar cómo es admirado por Fortuny, Rusiñol, Sorolla, Zuloaga. Comprender que dicha admiración fue inspiración, al igual que les ocurrió a Cézanne, a Picasso o a Manet. Ver las obras que estos artistas realizan con la musa del Greco es comprender la influencia, el trasladar saber del mentor al alumno. Mirar la profundidad de los ojos, el gesto de las manos, la transfiguración de la mirada y de las manos en otros cuerpos y en otros siglos, es adentrarse en el conocimiento más profundo del arte de quien les inspira, para transportar esa sabiduría, ese arte del libre pincel, a un pincel que desde el subconsciente reproduce lo que sus sentimientos y su mirada ven.
Andar por el Prado siempre es agradable. Siempre descubres algo. Bomberg descubrió la expresión del Greco. Los americanos la sugestión, al buscar la modernidad. Orozco, Mata son más ejemplos de fieles admiradores del maestro. Cuando veo la obra de Pollack al lado de la del Greco, percibo esa obsesión que le hace abrazar el abstracto.
Cuando salí, recordé la serie de “Mosqueteros” de Picasso. Vi y sentí la verdadera mirada del “Caballero de la mano en el pecho”. Me quedé con esa mano amiga, miedosa, sencilla, temblorosa, que Dominico, antes de ser ajusticiado en nombre de una religión la sentiría como suya. Y años después, Pablo Ruíz Picasso, supo interpretar en más de una obra.
Dejar de ver el Greco es dejar de percibir la percepción; ese crecimiento hacia no sé dónde pero en sí hacia dentro de sus figuras, de sus santos, de sus desnudos, de sus personas. No creo que quisiera llegar al alma, sino todo lo contrario: quiso llegar al ser de la persona. Quizás a la persona como es o como se la ve.

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