Y llegó el final del verano. Miro hacia el horizonte, la luz me impide ver la línea que separa el mar del cielo. Distingo de forma cercana a una señora de avanzada edad, a la que sus nietas le colocan una silla en la orilla para que el agua cubra sus pies y sienta el aroma del mar, la temperatura del agua y el tacto de la arena. Cubierta por ese sol de un Mediterráneo radiante y protegida por un moderno pareo y un sombrero de paja. Me hace recordar el comienzo del verano. No solo de éste, sino de casi sesenta veranos.
Todos comenzaron y tuvieron un final. También unas vivencias distintas. Quizá lo que les hizo iguales fue el mar. Ese límite que siempre acompañé, de norte a sur y de este a oeste. Pero ahora un nuevo mar cargado de nieblas y de sol, repleto de brumas y de vientos, reclama mi atención. Todos los veranos comenzaban con ilusión. Hoy, con miedo al calor. Ese que aturde los últimos años, que transforma nuestra forma de vivirlo, de compaginar el descanso con el trabajo, el ocio con la productividad.
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